«Sobre los símbolos» o los símbolos sobre nosotros.

niños cubanos en matutino con la bandera

niños cubanos saludando la bandera

Hoy quiero presentarle un combinación de un texto que he leído hace poco y un video que aunque no están directamente relacionados si guardan un punto en común muestran como las construcciones sociales se imponen en nuestras creencias y modelos conviértenos en esclavos de la creencia de que somos libres. Los sistemas de valores se construyen sobre bases que pocas veces nos cuestionamos y tendemos a aceptar sin muchos problemas. Como lo veo el texto muestra a alguien que se cuestiona pero se resigna, no presta modelos de solución pero su texto es un principio importante cuando se parte hacia un cambio de mentalidad. El video por otra parte muestra a alguien que se cuestiona y reacciona, además de ofrecer una solución, tan necesaria en estos momentos donde vagamos sin rumbo. Creo que el video llega a explicar en cierta medida lo que le ocurre al escritor del post. el video está al final del texto.

Spiritu D epoK

Sobre los símbolos.

  • cronomelian.wordpress.com
    Tomado de: Cine en la Calle

Mi primer impulso a la hora de hablar de los símbolos fue pensar en el uso de los símbolos patrios. Eso me pone en alerta, pues sin duda tal impulso es sintomático, ¿por qué no caer en una forma más universal, el símbolo en sí, por ejemplo? El símbolo patrio: me llega monótono (también es sintomático), una conversación conservadora entre abuelos que se recrean en rememorar el pasado, un pasado luminoso, incontaminado en el que “estas cosas no sucedían”. No creo que pueda aportar algo nuevo a este asunto, salvo si intento sacarlo de mí, hacer una “lectura atenta” a mi niñez, y entregarlo nuevamente con mis palabras, mis vivencias. Yo creo que este sentido cada uno de nosotros puede sacar algo nuevo, al menos en lo que refiere a la envoltura.

En ese caso podría comenzar diciendo que para mí un símbolo patrio comenzó a ser en algún momento un trozo sospechoso de algo, en serio, desde niño,-yo era un niño feliz, pero de bajo perfil, no conseguía novias, ni era bueno en los deportes-, me parecía un ritual que se respetaba poco. La bandera, por ejemplo, siempre rozó el suelo, incluso se caía y nadie la quemaba como debía hacerse según el reglamento. Imagínense al conserje de la escuela sacando una fosforera del bolsillo y prendiendo la bandera frente a un grupo de chamaquitos atónitos, con las rodillas peladas y las narices mocosas, porque la bandera ¡rozó el suelo! En aquel momento hubiese sido significativo haber sido testigo de una cosa tan maravillosa, tan pura. Solo imagínenselo.

Pues bien, de este hecho (la bandera rozando el piso sin más consecuencia), que tanto vi desde niño pude sacar, o no tanto como sacar, sino ir sumando algunas conclusiones. Ahora que lo pienso gracias a rituales interrumpidos como este, por llamarlo de alguna manera, fui sedimentando algunas nociones prácticas y primitivas sobre la vida en sociedad, es decir fui creando dispositivos para comprender mejor el mundo.

Una de las nociones que agarré (estoy trabajando con sustratos que permanecen, estados de ánimos que evoco bastante bien) fue que había dos estratos generales, uno ideal, y otro práctico. En el práctico la bandera rozaba el suelo, uno sudaba, maldecía, hacía chistes en contra del gobierno sabiendo que era una herejía en contra de tus propias creencias, llegaba tarde, recibía un “no” cuando creía que debía ser un “sí”. En el ideal la bandera debía ser quemada, todo salía a pedir de boca, y no se debía hacer esto o lo otro, etc.

Gracias a este tipo de tiranteo, a esta contradicción sin superación, probablemente fue que comencé a entrever el caos, a no creer tanto en la infalibilidad de los adultos. No sabía el significado de palabras como cursilería, o hipocresía, pero probablemente, poniendo de ejemplo mi experiencia escolar, o determinadas situaciones que conocía, hubiese comprendido esos significados.

El caso de los maestros es el que más recuerdo. El aburrimiento de la maestra, su entrecomillada amabilidad ante mis papás, los reglazos una hora después de leer aquel episodio en que Martí juzga al bruto profesor que jalaba orejas, u otro pasaje martiano referente al esclavo que azotan en aquella hacienda y su juramento (el sumergido parecido al azote de la maestra o la guía auxiliar), las clases dictadas sin pasión, la deformación que provocaba en el aparato docente el calor y las contingencias cotidianas, climáticas, políticas y sociales etc, fueron creando un sedimento en mí; fui testigo, un testigo por supuesto muy limitado, semiconsciente, en fin. No quiero generar tampoco una lectura exagerada de lo que sucedía en mi escuela, mis maestros no eran fascistas ni nada parecido, a veces le colmábamos la paciencia, otras veces eran muy cariñosos, pero eran seres humanos, todas las enseñanzas que cursé, menos la Universitaria, fueron bastante generosas hasta donde pudieron, no guardo recuerdo amargo de ellas salvo de la militar que abandoné dada mi incompatible carácter respecto a su verticalidad. A lo que voy es que esa información, sobre lo perentorio, lo caótico, lo contingente del devenir prosaico seguramente no fue a parar a saco hueco. No hace falta ser un genio, simplemente vas sumando.

Gracias a esta cadena de pequeños incumplimientos uno percibe que los símbolos, o no tanto los símbolos como las instituciones que los emiten: los adultos, los papás, la escuela, la TV, son contradictorias, incongruentes, poco confiables, hacen gestos inútiles porque ellos mismos en un multi discurso caótico, moralista, tragicómico, los destruyen al mismo tiempo que los afirman. Esos símbolos, sin haber sido despojados aun de ánima, sin haber sido superados (en lo de reconocer en ellos algo sagrado), valioso en sí, comienzan a ser puestos en solfa.

Luego tuve una vivencia radical, que sea referente a la escuela, y a la literatura como sumun espiritual, como herencia, la hace más radical e interesante. Comencé, a través de esta vivencia, a entrever que cada cosa no era más que un espectáculo, que cada asunto humano era generado, cual un reloj, cual la pantalla de un reloj, por un mecanismo abocado al desgaste y a la reparación ¿Comencé a entrever que los maestros no eran más que marionetas de un plan de clases? La experiencia del Principito, tan significativa para mí, por cierto, me hizo descreer para siempre de los adultos y probablemente aquella fue su primera figura icónica derrumbada. El caso es que no comprendí ni pio del Principito, no le encontraba sentido a nada de lo que ahí se dice.

Me ponía de mal humor incluso hablar de él, pero en vez de humillarme o de aceptarlo y pasar la página, quise darme una oportunidad y me volví un enemigo acérrimo gracias que además en los ochenta había toda una fiebre mediática a favor del Principito, afiches, dibujos animados, series de ficción, historietas. ¿Por qué tal furia en los ochenta y no ahora? Bueno eso seria otro tema. Es curiosa esa reacción mía, esa dirección que tomé: ante la unanimidad de los adultos, de los medios y de algunos compañeros de clases que decían comprender, y que mas bien repetían la lección, creer que algo ahí no tenía sentido y preocuparme por ello hasta hacer de él un problema bastante grande en el recuerdo de mi niñez. ¿Qué determinó esta dirección de mi carácter, esa arrogancia mía? ¿Vivencias homólogas a la de la bandera? Yo intuía que no era yo el del problema, y que las reglas estaban mal, porque probablemente ya tenía el germen instalado, ya sospechaba en mi fuero, aun sin hacerlo consciente, de la precariedad de las estructuras.

Y bueno, de adulto quise darle una oportunidad a aquel librito de mierda. ¡Y el viraje fue total, comprendí! Es un gran libro, pero caramba El Principito dictado a los niños es un error, un error que incluso es, a su manera, expuesto en el propio libro, dado a su referencia a la incapacidad humana de mirar bien, de deslindar entre la esencia y la superficie. El lenguaje de niños que utiliza la obra (en plan de puesta en escena, de congruencia) confundió a los adultos, les hizo creer que era una obra para que el niño descubriera la pérdida de la niñez ¿no es absurdo? se le da un grado literario que no tiene: el infantil, gracias a su aparente sencillez. No sé si ya se superó el error, pero probablemente no.

Evidentemente no se le puede pedir a un niño que rescate su niñez. Un niño que comprenda aquel problema del sombrero o el elefante tragado por una boa, está liquidado, quemó su niñez. Y yo como niño no podía comprender, por supuesto, nada de eso. Uno debe cuidarse de hablar bien del Principito ante un niño, pues hay algunos que seguramente creen lo mismo.

No sé si esta primera decepción que constituyó el Principito, desencadenó en mí el nihilismo que padezco hoy. Pero creo que pudo haber ayudado a condicionar el pésimo estudiante que fui siempre. No me leí ni El Quijote, ni Papá Goriot, ni a Ibsen, ni la Puerta Condenada, ni Casa Tomada. Un programa, evidentemente humanista y de un gusto exquisito. Dos obras de Cortazar, caramba, merece un aplauso; a Ibsen me lo acabo de leer por primera vez hace apenas tres meses. Aprobé la pruebas copiando, seguramente, del de al lado, o repitiendo de memoria (la mía era fatal), muchos profes y maestros simplemente no cogían lucha.

Ninguna obra orientada en los planes de clase pasó por mis ojos. Al único que le creía algo, debo admitirlo era a mi papá, que hacía aquella cosa profundamente enigmática: permanecer largos ratos frente a aquel objeto sin ilustraciones llamado novela. Quiero decir, que mi papá era el único hombre que leía en el mundo, no recuerdo haber asistido a un momento en el que otro hombre o mujer simplemente leyesen, se enfrentasen a una pagina despojada de figuritas, lobitos, cebritas, pajaritos. Se pasaba un tiempo frente a aquel objeto voluminoso que no tenía ilustraciones, solo letras y era tan absurdo como estimulante y provocaba en mí un interés memorable.

Me pregunto por qué sí creí en mi papá y no en la escuela. Probablemente porque fue, hasta donde pude ver y comprender, congruente en todo lo que le ví hacer. Nos levantábamos de madrugada porque vivíamos lejos de la ciudad, y casi siempre fui el primer niño en llegar. Ellos según me cuentan, eran felices, sentían que participaban; mi papá llegaba casi siempre maltrecho a la primaria (lo que me producía una vergüenza tremenda), lleno de restos de cemento en las botas, el pantalón a veces roto, la camisa sucia y con su inseparable casco de constructor, nunca me hicieron concesiones de faltar a la escuela, aun con mal tiempo, o llevar medias que no fuesen de color blanco o zapatos que no fuesen negros y colegiales. Me preguntaba a menudo por qué otros niños sí iban con medias verdes, rojas, y yo no, ¿por qué podría importarles tanto a mis papás una cosa tan simple? Aun así yo seguía siendo bastante mediocre en el aula, no lograron nunca que trajera buenas notas, ni que hiciera las tareas ni que me lavara los dientes todos los días ni que me fregara bien las orejas.

Ideología.

Ahora de adulto probablemente todo esto se explique en una sola dirección: la ideología. Los símbolos patrios, generan unidad, impiden que una bala nos destroce, y nuestras tripas salgan volando por ahí. El disparo sucedió, va abriendo y violando lo que nos une poco a poco. Probablemente caer en la cuenta de lo que somos gradualmente (mientras perdemos familiares, amigos, rompemos relaciones, nos quedamos solos, nos alejamos de casa, sustituimos amores) es ese gradual proceso de dispersión o separación, de desgarramiento, estamos dispersos, pero los símbolos patrios junto con otra serie de emisores ideológicos como la educación, los próceres, la historia, la religión, la moral, puestos al servicio de un Estado, de una clase, se las arreglan para que todo vuelva potencialmente a su sitio, hacen que nuestros pedazos se orienten hacia un centro único, evitan nuestra dispersión definitiva, y podemos en última instancia utilizarlos para no sentirnos totalmente solos, desprovistos.

Gracias a los símbolos patrios al servicio del aparato ideológico en que respiramos, podemos llorar como un chino, un canadiense o un samoano cuando nuestra bandera remonta a otras banderas en las Olimpiadas o execrar a alguien que usa el estandarte de otro país, etc. Los símbolos nacionales, en cuanto nacionales tienen un sentido evidentemente político, pero en determinados casos sin ellos probablemente caeríamos sin fin, no tendríamos un suelo en donde pararnos, ni un lugar a donde pertenecer; y esto, no sé por qué (vease a Lacán, a Freud), caramba, es muy importante.

Yo honestamente prefiero vivir con ellos. Es cómico. Uno siente que los necesita. Los necesito ahora mismo para no mandar todo al diablo, aun cuando sepa que los usan a veces para dirigir mi conducta. Probablemente uno no quiere todo el tiempo ser su propia patria, necesita un espejo, una pareja, una familia, un espacio donde, ya saben, donde uno no sea un extraño, y pueda tirarse de espaldas pues supones que algo detrás te recibirá. Ulises y su Ítaca, el pájaro y su nido. Se supone que en algún lugar del mundo, pero solo en un SOLO lugar, uno no es un extraño, aunque igual te pateen, y se olviden de ti. Kundera dice que en determinados sujetos (escritores) la patria es la literatura, para Bolaño la patria era su familia, esto puede aplicarse también a un científico, a un deportista, aun hombre, por ejemplo, como Ernesto Guevara cuya patria fue la humanidad y se enfocó hacia un destino colectivo. Un principio trasciende todo esto. Uno necesita una patria como necesita una casa, un receptáculo, y símbolos-paredes que la configuren ya sean escritores, novelas; pintores, pinturas; banderas, escudos, himnos.

Uno se siente solo ¿no? Disperso, vacío; los límites virtuales que los símbolos patrios, cual boyas en una bahía oscura, indican, te ayudan a conservar tus límites y te acompañan, te dan algunas certidumbres.

Bueno todo esto de lo que he hablado probablemente tenga un tufo amargo, para mi en cambio, ha sido necesario ese itinerario. Cada fisura en el sistema revela cuán inacabada está la obra humana o socialista, cuánto aun hay que hacer. Uno puede comprometerse o no y buscarse otra patria y otros símbolos para estar en paz con su conciencia, para no vagar como muerto insepulto sin tener a qué aferrarse. Los epitafios de la historia, esa que escriben los vencedores, son dudosos. Pero quién me convence de que escribir para un blog, pretendiendo “aportar algo” a este proyecto caótico, no es un acto que revela ser lo contrario de pesimista.

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